La casa de los muertos

Press close, bare-bosom’d night - press close
magnetic nourishing night
Walt Whitman

Ya no se respetan
ni los lavabos de caballeros. El problema
no es bajar sorteando
cadáveres; al fin y al cabo, vas pensando
en LAS BODAS DE FÍGARO, en Nabokov, en Roma.
Pero es, sinceramente, complicado
orinar mientras oyes
los jadeos, suspiros -“¡Sigue!¡Sigue!”-
de uno de estos imbéciles
y contemplas el espectáculo sublime
de una cabellera rubia de adolescente hundida
en el vientre de unos jeans sucios,
despatarrados sobre un water.
También hay que llevar cuidado de pincharse
con alguna jeringuilla o resbalar
en algún vómito, o incluso
más personales secreciones. Pero
si va bien todo, y vuelves
a la barra, como
perteneces
a otro mundo, y te basta, es suficiente
para estar aún seguro
de las tres o cuatro cosas que hay que estarlo,
entonces puedes contemplar
la ruina de esta sociedad
sin que te duela demasiado, es
más,
en muchas ocasiones,
con desprecio, como quien va por una calle
y aparta de un puntapié el cadáver de una rata. Tampoco has
salido
esta noche
para ver un Velázquez, o hablar con Borges, sino
a tomar una copa, ese no cortar el último hilo
con lo que pasa. Así
que pides otro vodka, miras
los cuerpos que se agitan espasmódicos
en una pista, te detienes
considerando ropas, maquillajes, algo
que hay en los rostros posteriores
a 1980. A veces,
si hay suerte, una
adolescente siente curiosidad
por una experiencia rara con alguien de una especie en
[extinción,
y como suele ser preciosa, te permite
usar su belleza, que acompañada por tus mitos
y obsesiones y un notable
refinamiento cultural,
aunque el trato (por mucho que le eches)
no puede ser intenso, memorable, al menos
sirve para comprobar una vez más
que no hay dos coños iguales.
De todas formas, lo normal
es aburrirse, maldecir
lo que te haya llevado a pisar ese sitio,
incluida esa joven, y que estés
deseando irte, regresar
a tu cubil, tumbarte solo en la alta noche
y mientras escuchas fumando una vieja canción de Billie Holiday
o a Trixie Smith con Buster Bailey y Armstrong,
o a la Callas, o a Bach,
que cómo entran a esa hora, Dios,
mientras contemplas tu memoria
y es como si rozaras
la yema de tu dedo por su cicatriz,
y bebes lentamente, y entras
en esa lucidez alcohólica. . .
. . . Bueno, bien, como decía
el problema es orinar
en paz, y para eso hay que concentrarse
en el agujero de la porcelana, no permitir
que ruido alguno te interrumpa,
mover tu mano con delicadeza dirigiendo el chorro
de forma que hasta dibuje palabras
y hasta, si has bebido mucho, un verso
- Fate’s hidden ends eyes cannont see,
de Fletcher, por ejemplo, va bien-.
Luego, de nuevo, sortear
coitos de zombis, zombis
a solas, líquidos pegajosos, miradas muertas, y
regresar a la barra, hacerse oír
por el mandril que sirve las bebidas,
beber tres, cuatro
copas
más, hasta que empiezas a sentirte blindado.
Entonces sales a la calle,
los neumáticos de los coches hacen un ruidosobre el asfalto mojado que
te emociona, y, ah, cómo brilla
la noche, el fondo de la noche,
como Rilke decía
que en las serpientes el veneno brilla.